“Lupus est homo hominis, non homo, quom qualis sit non novit.”
Asinaria, Plauto
España, 1972. Dirección: Carlos Saura. Guión: Carlos Saura y Rafael Azcona. Fotografía: Luis Cuadrado. Música: Luis de Pablo. Interpretación: Geraldine Chaplin, Fernando Fernán Gómez, José María Prada y Rafaela Aparicio.
Hemos de reivindicar la importancia de Carlos Saura dentro de la historia del cine español como personificación del tránsito entre la vieja cantera de directores disidentes, como Berlanga y Bardem, y los jóvenes que integraron la corriente del Nuevo Cine Español, correlato de los nuevos cines europeos adaptado a la particular situación del país, muchos de los que fueron sus alumnos en el Instituto de Cinematografía.
La trayectoria del director aragonés es afín en sus inicios al neorrealismo, por ejemplo, podemos destacar su debut en 1959 con Los golfos. Esta etapa dará paso a un periodo oscuro, marcado por el empleo de un lenguaje encriptado bajo el que subyace la crítica al régimen. Dentro de estos parámetros de creación se sitúa la película que nos ocupa, Ana y los lobos. Tras la caída de la dictadura, Saura dedicará un ciclo de musicales/documentales al flamenco y se enfrentará cara a cara con la temática del franquismo en títulos como ¡Ay, Carmela!
De la importancia de la conservación de los lobos para la biodiversidad
En un nivel de lectura superficial, Ana y los lobos presenta a sus espectadores una historia de apariencia sencilla. Ana, institutriz extranjera, llega a un caserón aislado en la soledad del campo para hacerse cargo de la educación de las niñas de la familia, integrada por personajes obsesivos que lindan, y rebasan, lo patológico.
Sin embargo, la potencia significativa de la película prescribe otras interpretaciones más profundas. Este hecho no es fortuito, pues Carlos Saura es el máximo representante del “cine de metáfora”, artimaña a la que recurrió parte de la disidencia cinematográfica española durante la última etapa del franquismo para burlar los obstáculos impuestos por la censura. La obra inaugural de esta tendencia fue La caza (Carlos Saura, 1965), realizada, al igual que Ana y los lobos, bajo el amparo del productor Elías Querejeta.
A pesar de su intención críptica, resulta sorprendente que esta película superara la barrera censora sin dificultad, dada la claridad del mensaje crítico encubierto bajo el velo de una retórica profusa en recursos metafóricos, elípticos y alegóricos.
El caserón de Ana y los lobos y sus habitantes vienen a reproducir por analogía la dinámica autárquica del régimen franquista, así como los cimientos sobre los que se erige su concepción de la moral. De acuerdo con este fin, los personajes responden a un perfil esencialista; viéndose reducidos a seres unidimensionales cuyas actitudes, comportamientos y determinaciones se configuran con el objeto de generar una puesta en escena teatralizada de la realidad de la dictadura.
Más allá de esta interpretación, anclada en un contexto socio-histórico férreamente demarcado, podemos extraer del film una lectura universal, referida a la “enfermedad” en la que degeneran los ambientes opresivos y la hostilidad endógama que desde los mismos se profesa hacia lo desconocido.
A pesar de que la intención de su autor se centrara en la crítica específica del régimen, no debemos obviar la polisemia que emana del texto fílmico. El fenómeno es similar al que se da en la literatura. Un ejemplo paradigmático para ilustrar nuestra idea es el caso de El Quijote, concebido a modo de parodia de los libros de caballería y revitalizado en el s.XIX, bajo el influjo del prisma romántico, como metáfora del poder de la imaginación, encarnada por el propio Quijote, frente a la realidad limitada del mundano Sancho.
Algo parecido sucede con Ana y los lobos, película fuertemente arraigada en la situación política que la vio nacer, y cuya importancia para la génesis de la obra es incuestionable, pero a la que el paso del tiempo ha dotado de una gama de significados más amplia, universalizada. Sin que esto implique que la interpretación se abandone al libre albedrío de los espectadores, hemos de reconocer que una vez que la obra se emancipa de su autor alcanza un grado de autonomía que propicia la relectura de sus significados, actualizándola.
Uno de los aspectos fundamentales para reivindicar la restitución del valor del film Ana y los lobos reside en su expuesto carácter polisémico. Frente a la tendencia al reduccionismo que nos lleva a interpretar la obra de Saura en clave exclusivamente política, hemos de sobreponernos y explorar aquellos elementos que perpetúan su vigencia, sin caer en el error negacionista de soslayar por reacción su carácter militante.
El comportamiento de la manada ante su presa
El reparto de la película se limita al personaje de Ana y a los miembros de la familia, que podríamos calificar como opuestos.
La personalidad de cada uno de los tres hermanos queda definida por completo de acuerdo con una única monomanía que determina su razón de ser y roles dentro de la casa. A su vez, la familia funciona como conjunto para cumplir con el objetivo de acabar con Ana, que encarna valores y costumbres fuera de lugar dentro de la férrea moral endogámica de los moradores del caserón, cuyos sentimientos podríamos identificar con conductas xenófobas. El rechazo de lo ajeno queda igualmente materializado en las sospechas que despiertan a la madre las criadas, a quienes acusa constantemente de robarle.
Para comprender el origen de las obsesiones de cada uno de los hermanos, Saura introduce un pasaje freudiano en el que la mamá de la familia muestra a Ana el contenido de tres cajas en las que guarda los recuerdos de la infancia de sus hijos.
Fernando, personaje ascético, cuya vida gira en torno a un estricto sentido de la religiosidad, renunció desde la infancia al placer, su costumbre de chuparse el dedo fue corregida por un siniestro dedil con púas. José, encargado de mantener el orden en la casa, es un hombre tajantemente autoritario, hecho cuyo origen podemos atribuir a la costumbre de sus padres de vestirlo como a una niña hasta que hizo la primera comunión. Por último, Juan, el único esposado de los tres hermanos, es un maniaco sexual que ya apuntaba maneras cuando niño corriendo tras sus primas.
Estos tres personajes se identifican con los pilares sobre los que se erige la dictadura franquista: la religión, la autoridad militar y la represión. Para su perpetuación es indispensable la unidad, hecho por el que la madre repite constantemente a sus hijos que han de permanecer unidos, y que desembocará en la aniquilación de Ana, ante el peligro de la desintegración que suponen los intereses enfrentados de los hermanos, que comparten el deseo de poseerla de acuerdo con la obsesión particular de cada uno de ellos. Está íntima relación entre los cimientos de la moral del régimen explica el hecho de que las tapas de las cajas que guardan los recuerdos de la infancia de los hermanos estén intercambiadas.
La relación que Ana entabla con cada uno de estos personajes sigue una trayectoria similar, que concluye en la decepción. El interés de José por Ana se limita a hacerla cargo de su museo militar, Juan desea acostarse con ella y Fernando quiere cortarle el pelo, rasgo que define la feminidad de Ana y lo aleja de sus fines espirituales. A través de las aspiraciones de los hermanos por hacerse con la extranjera, Saura escenifica la corrupción moral y las incongruencias del Franquismo. José se escuda tras un artificial autoritarismo como mecanismo de defensa ante la indefinición sexual a la que fue sometido cuando niño; la represión hace de Juan un personaje con una conducta sexual hiperbólica; y la renuncia al mundo material de Fernando es solo aparente, pues cuando Ana se da la vuelta no puede evitar robarle la comida y comportarse como un animal hambriento. El hecho de que Fernando pinte el interior de su cueva de blanco nos remite a la necesidad del personaje de mantener una apariencia de pureza, aunque el abandono del cuerpo sea artificial y vaya contra natura.
La madre, correlato del mismo Franco, velará por la unidad familiar, garantía de su perpetuación. Mientras, las niñas reproducen los patrones de comportamiento de los adultos de la casa y anticipan el trágico final de Ana, tanto en la conversación que se produce durante la cena en la que la abuela narra un sueño en el que fallecía y le preguntan si le cortaban el pelo, como de manera más evidente en el ultraje de su muñeca Dolly.
Un motivo recurrente en el discurso de la matriarca es el esplendor de la casa en el pasado, que compara con su actual situación de decadencia. Esta costumbre, unida a los fingidos ataques epilépticos y la necesidad de ayuda para desplazarse del personaje encarnado por Rafaela Aparicio, vienen a escenificar la agonía del régimen, que a pesar de su estadio decadente sigue en pie.
Por último, el personaje de Ana se identifica con la libertad que viene de fuera, quizá la democracia futura, que hace tambalearse el estricto orden sobre el que se sostienen las rutinas de la casa. Cabe resaltar la importancia de un objeto directamente conectado con el personaje de Ana, el pájaro de juguete que Fernando esconde tras una piedra y al que José aniquila de un disparo.
El carácter unidimensional y simplista de los personajes, así como su comportamiento previsible, responden al hecho de que nos encontramos ante una fábula, cuyo principal interés reside en su nivel de lectura simbólico, por lo que los personajes están dirigidos de acuerdo con este fin, siendo un mero pretexto para la puesta en escena de una mordaz sátira política encubierta. El propio título, Ana y los lobos, se identifica con este tipo de relato, así como su fingido desenlace.
El reino de los lobos
La acción de Ana y los lobos transcurre en su totalidad en el interior de la casa y alrededores a la que Ana acaba de llegar para hacerse cargo de la educación de tres niñas. El hecho de la limitación espacial potencia el clima claustrofóbico y de angustia que impregna la película de principio a fin y, a su vez, delimita el espacio del relato. Lo que Saura hará posteriormente de forma manifiesta en El amor brujo (1986) con el travelling de apertura, paseándonos por la tramoya hasta llevarnos al lugar demarcado para la acción, aparece aquí implícito en la llegada de Ana a través del campo para adentrarse en el caserón.
Si bien antes mencionamos la teatralidad de la interpretación, no hay que dejar de lado como la configuración espacial agudiza el efecto. La casa deviene en una especie de teatro, si no del mundo, de la España franquista bajo el mando de un severo matriarcado, que luchará por que sus hijos permanezcan unidos, hasta el punto de desencadenar los mecanismos necesarios para el exterminio de la amenaza exterior.
Podemos conectar, por tanto, el espacio de la acción en la película con la concepción trágica del gran teatro del mundo heredada del barroco. Profundizando en los antecedentes escenográficos de la obra, tanto por su ambiente castizo como por el oscuro régimen matriarcal que lo domina, salta a la vista la similitud con la tragedia lorquiana La casa de Bernarda Alba. Si bien la obra de Lorca orbita en torno a la represión de la mujer, el film de Saura encarna esta reivindicación en la figura de Luchy, la esposa de Juan, cuyo lugar en la casa es poco más que el de un mueble, como argumenta el propio personaje al borde del suicidio.
Existe una clara identificación de los personajes con las distintas estancias de la casa. El anacoreta, Fernando, pasa la mayor de su tiempo recluido en la cueva desde la que ha decidido renunciar a la vida material en su búsqueda de Dios. José, hombre autoritario que se autodefine como el pater familias, se identifica con el museo de uniformes y armas militares. Y, por último, Juan, el padre de las niñas, es propicio a deambular por espacios nocturnos y dormitorios, que aluden de forma clara a su obsesión por el sexo. A su vez, la madre gobierna todas las estancias y habitantes de la casa de acuerdo con el fin de mantener la cohesión. Muestra clara de su poder es la procesión que organiza hasta la cueva de Fernando, acompañada por toda la familia, para obligarlo a comer contra su voluntad. En esta escena la vemos lanzar órdenes que los distintos miembros de la familia asumen sin cuestionar y ejecutan de forma automática.
Si consideramos la casa como conjunto, destaca el aislamiento de su situación espacial, rodeada en una primera franja por tierra seca, casi desértica, y más allá de esta por la maleza, entre la que Ana se abre paso en su llegada. Esta disposición no es ni mucho menos casual, sino que se trata de una clara referencia a la autarquía y aislamiento al que España fue sometida durante el Franquismo.
Fisonomía de la especie
La película, desde un punto de vista formal, se pone al servicio de los fines simbólicos expuestos, al igual que el resto de elementos presentes en su configuración convergen de acuerdo con el mismo objetivo.
Carlos Saura opta por una realización sobria, que desea pasar inadvertida. La oscuridad del interior de la casa contrasta con la luminosidad del campo, en el que se producen las ensoñaciones de Fernando, que nos traen a la memoria la puesta en escena onírica de determinados films de Fellini como 8 1 /2, tamizados aquí por el filtro de la siniestra y decadente realidad de la casa de Ana y los lobos. Del mismo modo, encontramos estilemas y recursos argumentales que conectan con la figura de Luis Buñuel. Es evidente la analogía del aislamiento de la familia protagonista de la película de Saura con El ángel exterminador, así como el retrato de la miseria de la burguesía, anclada en nuestro caso en la dictadura del general Franco.
Así como la planificación responde a los cánones del clasicismo cinematográfico, la temporalidad de los acontecimientos transcurre siguiendo un orden lineal cronológico.
La presencia de la música es escasa. Se limita a la apertura y cierre del film y a una serie de leitmotivs que se asignan a los personajes de acuerdo con su caracterización psicológica.
En definitiva, todos los elementos formales de la película obedecen a la voluntad de pasar desapercibidos, de modo que la atención del espectador se centre en su contenido y pueda extraer con facilidad la moraleja de la fábula sobre la que Ana y los lobos se erige.
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