lunes, 27 de abril de 2009

Cap. 6: Desnudar a la burguesía. Caché (Michael Haneke, 2005)

Francia, Austria, Alemania, Italia 2005. Dirección: Michael Haneke. Guión: Michael Haneke. Fotografía: Christian Berger. Interpretación: Daniel Auteuil (Georges Laurent), Juliette Binoche (Anne Laurent), Maurice Bénichou (Majid), Annie Girardot (Madre de Georges), Bernard Le Coq (Redactor jefe de Georges).

Universo Haneke

El film Caché reúne una serie de méritos que le otorgan un papel privilegiado dentro de la filmografía de Michael Haneke, cuyo reconocimiento queda patente en los múltiples galardones que le fueron otorgados en los European Films Awards de 2005 (Mejor Película, Mejor Director, Mejor Actor y Mejor Montaje). Escondido pone en juego una concepción del mundo y del cine omnipresente en la obra del director alemán desde su debut en 1989 con El séptimo continente.
Los leitmotivs temáticos y argumentales que Caché compendia atraviesan la trayectoria de Haneke de forma transversal, convirtiendo el largometraje en cuestión en una auténtica antología de las “obsesiones” de su autor. La única excepción dentro de la referida coherencia que impregna la totalidad de la obra de Haneke la conforma el telefilm El castillo (1997), inspirado en la obra análoga de Kafka. Los planteamientos fílmicos del director privan a la televisión de capacidad para generar textos artísticos, por lo que en su trabajo de adaptación optó por el respeto milimétrico al original. Esta decisión lo llevó a interrumpir la narración en el punto en que la novela había quedado inconclusa por el fallecimiento del escritor de Praga.
La puesta en escena de las películas de Michael Haneke se convierte en un dispositivo ideado para activar la representación de historias que hablan del desencanto burgués, oculto tras la máscara de la formalidad y los modales exquisitos, dinamitado por la irrupción del peligro que arrasa los pilares de la normalidad previamente establecida. La apertura de Funny Games (1997) ilustra de un modo paradigmático este tipo de planteamiento argumental, con la crispación que provoca en la señora de la casa el patoso recadero al que “han enviado” los vecinos.
Desde un punto de vista narrativo, el planteamiento de Escondido es bastante simple. La plácida cotidianidad de la familia Laurent, arquetipo de la burguesía intelectual, se ve truncada por el envió de grabaciones relacionadas con su vida privada. La irrupción de la amenaza de un enigmático espía sirve como pretexto para desencadenar un proceso de desestructuración de las bases sobre las que se asienta su modus vivendi, de apariencia impecable.
Otro núcleo de reflexión fundamental presente en Caché lo constituye la articulación de ciertos aspectos esenciales de la trama en torno a la importancia y el poder de la imagen, afirmación sobre la que podemos efectuar una doble lectura. Las cintas enviadas a los Laurent sirven de motor para poner en marcha todo el proceso de descomposición familiar, desatado por la certeza de la vigilancia de una instancia desconocida. Así, encontramos que la tecnología audiovisual actúa como medio a través del que irrumpe la amenaza de lo extraño y, a su vez, diluye el espejismo de la felicidad burguesa que encarna la familia. La fascinación que despierta en Haneke la capacidad de influjo de la imagen es abordada por el autor en otros títulos como El vídeo de Benny (1992), película hilada en torno a la fijación de un púber por filmar un asesinato tras presenciar la matanza de un cerdo en una granja.
Por último, cabe subrayar la aparición en Caché de motivos que aluden a otras patologías sociales como la xenofobia. El punto de partida de la escritura del guión fue el conocimiento por parte de Haneke del trágico suceso que tuvo lugar en el París de 1961, cuando unos 200 argelinos que participaban en una manifestación fueron ahogados en el Sena, donde permanecieron durante semanas. Lo que sobrecogió al director de la historia, más allá del inconmensurable drama humano, fue el silencio mediático que se había construido en torno a los hechos. Haneke se sirve del personaje de Majid para citar de forma directa, en un ejercicio de memoria histórica, la matanza.
El rechazo y la exclusión por motivos raciales conforman un tema que se escapa del ámbito de lo políticamente correcto, algo de lo que no está bien hablar y, sin embargo, constituye un fenómeno palpable y de plena actualidad en nuestras sociedades. El sentimiento de amenaza que despierta el extranjero, queda plasmado en Escondido en la tentativa de atropello involuntaria del ciclista negro a Georges. Código desconocido (2000) presenta en su arranque una escena de espíritu similar, en la que un joven de color se ve inmiscuido en una trifulca en plena calle.
En resumen, la evaluación, análisis e interpretación de Caché nos servirán de guía para la incursión en el personal e intransferible universo que Michael Haneke ha perfilado a lo largo de cerca de dos décadas de experiencia cinematográfica.

Estratificación de lo escondido

Uno de los valores primordiales de Caché es su alto potencial significativo, cuya densidad semántica obliga a los espectadores a mantenerse en una continua alerta especulativa. Bajo la apariencia superficial de un thriller, Michael Haneke lleva a cabo un ejercicio quirúrgico de disección de la conciencia burguesa. Los múltiples temas que aborda el film pueden ser desgranados en una sucesión de estratos que abarcan desde el drama personal a lecturas más genéricas de carácter social: Georges como individuo, las relaciones familiares, la hipocresía burguesa e incluso la memoria histórica, hondamente arraigada en la génesis de la película.
Las cintas de vídeo que llegan al domicilio de los Laurent sirven de detonante para que el personaje de Georges inicie un recorrido introspectivo que se remonta hasta su infancia. El rastreo del origen del sentimiento de culpa que atormenta al personaje, y pone en entredicho los cimientos sobre los que se afianza su relación de pareja, sigue un patrón similar a la búsqueda del desencadenante de la patología que el psicoanálisis emprende hurgando entre los acontecimientos que conforman la etapa de la niñez, periodo clave en el desarrollo y configuración del carácter. Así, encontramos que bajo la imagen intachable y reputada de Georges, presentador en la televisión pública de una tertulia literaria, subyace el estigma de la culpa, que lo acompaña desde que era un niño.
Durante su infancia, el personaje interpretado por Daniel Auteuil habitaba en una granja en la que unos argelinos trabajaban para sus padres. La pareja falleció en la citada manifestación parisina, quedando su hijo huérfano. Los padres del protagonista quisieron adoptar al infante de los trabajadores, hecho que Georges evitó que se llevase a cabo lanzando falsas acusaciones contra el niño de Argel. Las cintas de vídeo que llegan al domicilio de los Laurent se refieren cada vez a episodios más personales de la vida Georges, lo que le lleva a pensar en su víctima como principal sospechoso.
El periodista dedicado al mundo literario trata de ocultar el recuerdo de Majid a su esposa, decisión que habla por si sola de la vergüenza y el arrepentimiento de Georges, a pesar de sus intentos de excusarse alegando que cuando cometió el fatídico acto cegado por los celos apenas tenía 6 años. Un determinado cúmulo de circunstancias impulsadas por las grabaciones lleva al protagonista a reencontrarse con el argelino, cuya trayectoria vital fue condenada a la marginación por la ciega actuación de Georges niño.
El comportamiento del personaje principal, motivado por su terrible acto infantil y vanos intentos de silenciar la fatídica determinación que marcó de por vida a Majid, sigue una esquema análogo a la actitud que Francia había tomado ante la muerte de los 200 manifestantes extranjeros. A través de este episodio, Michael Haneke lleva a cabo un ajuste de cuentas con el peso de los hechos históricos soslayados. Aunque se trate de esconder la matanza de 1961, el país arrastrará consigo el yugo perpetuo de la mala conciencia.
A su vez, a través de las sospechas que se despiertan en Georges Laurent hacia la figura de Majid se concretan los conflictos sociales derivados de actitudes xenófobas. De manera fortuita, el salto a las pantallas de Caché coincidió en el tiempo con las revueltas de los suburbios de París, habitados fundamentalmente por población inmigrante. La preocupación del Haneke, sumada a la relevancia que se concedió a los acontecimientos referidos en la agenda informativa mundial, evidencian la certeza del arraigo del problema de la xenofobia, y otras variantes del rechazo a lo desconocido, en lo más profundo de nuestra realidad social.
Anne, la mujer de Georges, ante la resistencia del esposo a compartir el contenido de sus sospechas, siente que los cimientos sobre los que se asienta su relación de pareja corren serio peligro de derrumbe. El deseo de Anne por conocer es gemelo de las inquietudes del espectador por desentrañar el rumbo que tomará la trama. De igual modo que los Laurent se ven inmersos en una espiral de desconfianza, el receptor de Caché se siente desconcertado por las decisiones del director, cuyos fines se tornan inciertos.
En su presentación, la imagen de la familia protagonista es modélica. El matrimonio, integrado por un periodista dedicado a la literatura y una editora, constituye un retrato arquetípico de la burguesía intelectual. La estabilidad reina en el apacible hogar, donde no cabe lugar para el peligro. Cuando reciben la primera cinta, Anne no puede sino pensar como responsable en uno de los admiradores de Georges.
El estado de malestar que invade la película y desemboca de manera ineludible en el cuestionamiento del modo de vida Georges y Annes, desmonta el carácter de constructo artificial de la felicidad familiar, bajo la que subyace un claro espíritu de sometimiento al tiránico régimen de las apariencias.
La crítica a los Laurent ha de ser extrapolada a un contexto genérico en el que funciona como reflejo de la decadencia burguesa y la inocuidad de sus valores, bajo los que se oculta el mal de la enfermedad moral, de acuerdo con el que se prima el espejismo de la felicidad sobre la felicidad misma, lo visible por encima de lo auténtico.
La trayectoria argumental de Caché conduce nuestro deseo de ver mediante el recurso a un ambiente estigmatizado por la violencia contenida, que estalla con la liberación sanguinolenta que constituye el suicidio de Majid.
En definitiva, la historia de las cintas que recoge Escondido está dirigida a configurar un retrato de ciertos motivos esenciales para la descomposición social, de acuerdo con un esquema ascendente que va del individuo a la problemática de clase, pasando por el estadio intermedio de la realidad familiar.

Un espejo para la conciencia del espectador

Caché es capaz de someter al espectador a un estado de continua ansiedad deliberada. El planteamiento inicial del largometraje parece apuntar a que su desarrollo argumental orbitará en torno a la búsqueda del culpable de los envíos postales. Ahora bien, si nos enfrentamos al texto fílmico en clave de película de terror nuestras expectativas no serán satisfechas. No existe ninguna resolución concluyente del crimen porque las intenciones de su creador no la requieren.
A pesar de que cierta lógica espectatorial pueda llevarnos a concluir que el responsable de las grabaciones es el hijo de Majid, no existe ninguna prueba concluyente para su acusación y condena. Desde un punto de vista cinematográfico, lo escondido en Caché se identifica con un ente indeterminado que podemos asimilar con la personificación del propio director en una figura intratextual, o incluso con las claves de la ficción que buscan desencadenar la reacción y acción de los protagonistas del relato.
A modo de herencia de la lógica kafkiana, el enemigo que hace que se tambalee la solidez de lo cotidiano y devenga en amenaza es invisible e indefinido, una instancia abstracta cuya falta de corporeidad impide a los afectados enfrentarse cara a cara con ella y atajar con rotundidad el problema que los embarga. Por tanto, podemos concluir que si el conflicto es irresoluble, el desagradable transcurso de los hechos se sucederá ad infinitum, como nos sugiere el inquietante plano final de la grabación de la puerta del colegio con el que concluye la película.
Tanto la temática de Caché como su construcción formal están dirigidas a incomodar al espectador, al que imponen un estado de confusión permanente que obliga a la continua formulación de hipótesis. Desde la primera toma, que nos muestra la entrada de la casa de los Laurent, se induce a una reacción de extrañamiento configurada a través del juego con las convenciones del código cinematográfico. La inusual duración temporal del plano, el estatismo del encuadre y la falta de referentes del contexto en el que transcurrirá la historia están dispuestos estratégicamente para mantener al espectador alerta desde el primer momento. El culmen de la desorientación llega cuando se nos revela que aquello que estamos visionando es una grabación incluida dentro del argumento del largometraje, un juego de cajas chinas ocultas que siembra la película al completo.
La realización del film obedece a las reglas del juego de desconcierto de acuerdo con el que se teje el entramado global de Escondido. En la planificación son recurrentes artimañas como la prolongación exasperante de encuadres en los que la acción es prácticamente nula, la indefinición que hace dudar al espectador si se encuentra ante el metarrelato que constituyen las grabaciones o ante el relato mismo, la ausencia de música, las perspectivas que emulan la mirada de un voyeur sugerido y volátil, etc.
La construcción formal de la película y la temática relativa a la violación de la intimidad familiar son una llamada en toda regla al instinto del espectador, a su deseo de mirar sin ser visto, un intento brutal de atracción que apela de manera directa a la primitiva pulsión escópica del hombre.
La lógica argumental de Caché despierta un sentimiento de desasosiego y continuas expectativas que se quiebran. El eje central en torno al responsable de las grabaciones nunca se resuelve, el clima de tensión existente entre la pareja queda en suspenso y Georges no es capaz de redimir el sentimiento de culpa que lo acompaña desde la infancia. Todos estos elementos imponen al espectador el imperativo de adoptar una posición activa ante la película, de la que ha de ser capaz de extraer una lectura personal a través de la identificación de su posición con la de los Laurent. Del mismo modo que los protagonistas desconocen el origen de las amenazas, el espectador ignora el rumbo que seguirá el relato y desconfía del caprichoso demiurgo que urde el sendero que ha de guiar la ruinosa trayectoria de la familia.
En definitiva, Haneke exige a sus espectadores que la experiencia de Escondido no se limite al visionado, sino que más allá de las dos horas de película pretende desencadenar un proceso reflexivo en torno a determinadas carencias y trabas sociales de rabiante actualidad en nuestro entorno.

domingo, 5 de abril de 2009

Cap. 5: Cuando no se podía hablar. Ana y los lobos (Carlos Saura, 1972)


“Lupus est homo hominis, non homo, quom qualis sit non novit.”
Asinaria, Plauto

España, 1972. Dirección: Carlos Saura. Guión: Carlos Saura y Rafael Azcona. Fotografía: Luis Cuadrado. Música: Luis de Pablo. Interpretación: Geraldine Chaplin, Fernando Fernán Gómez, José María Prada y Rafaela Aparicio.

Hemos de reivindicar la importancia de Carlos Saura dentro de la historia del cine español como personificación del tránsito entre la vieja cantera de directores disidentes, como Berlanga y Bardem, y los jóvenes que integraron la corriente del Nuevo Cine Español, correlato de los nuevos cines europeos adaptado a la particular situación del país, muchos de los que fueron sus alumnos en el Instituto de Cinematografía.
La trayectoria del director aragonés es afín en sus inicios al neorrealismo, por ejemplo, podemos destacar su debut en 1959 con Los golfos. Esta etapa dará paso a un periodo oscuro, marcado por el empleo de un lenguaje encriptado bajo el que subyace la crítica al régimen. Dentro de estos parámetros de creación se sitúa la película que nos ocupa, Ana y los lobos. Tras la caída de la dictadura, Saura dedicará un ciclo de musicales/documentales al flamenco y se enfrentará cara a cara con la temática del franquismo en títulos como ¡Ay, Carmela!

De la importancia de la conservación de los lobos para la biodiversidad
En un nivel de lectura superficial, Ana y los lobos presenta a sus espectadores una historia de apariencia sencilla. Ana, institutriz extranjera, llega a un caserón aislado en la soledad del campo para hacerse cargo de la educación de las niñas de la familia, integrada por personajes obsesivos que lindan, y rebasan, lo patológico.
Sin embargo, la potencia significativa de la película prescribe otras interpretaciones más profundas. Este hecho no es fortuito, pues Carlos Saura es el máximo representante del “cine de metáfora”, artimaña a la que recurrió parte de la disidencia cinematográfica española durante la última etapa del franquismo para burlar los obstáculos impuestos por la censura. La obra inaugural de esta tendencia fue La caza (Carlos Saura, 1965), realizada, al igual que Ana y los lobos, bajo el amparo del productor Elías Querejeta.
A pesar de su intención críptica, resulta sorprendente que esta película superara la barrera censora sin dificultad, dada la claridad del mensaje crítico encubierto bajo el velo de una retórica profusa en recursos metafóricos, elípticos y alegóricos.
El caserón de Ana y los lobos y sus habitantes vienen a reproducir por analogía la dinámica autárquica del régimen franquista, así como los cimientos sobre los que se erige su concepción de la moral. De acuerdo con este fin, los personajes responden a un perfil esencialista; viéndose reducidos a seres unidimensionales cuyas actitudes, comportamientos y determinaciones se configuran con el objeto de generar una puesta en escena teatralizada de la realidad de la dictadura.
Más allá de esta interpretación, anclada en un contexto socio-histórico férreamente demarcado, podemos extraer del film una lectura universal, referida a la “enfermedad” en la que degeneran los ambientes opresivos y la hostilidad endógama que desde los mismos se profesa hacia lo desconocido.
A pesar de que la intención de su autor se centrara en la crítica específica del régimen, no debemos obviar la polisemia que emana del texto fílmico. El fenómeno es similar al que se da en la literatura. Un ejemplo paradigmático para ilustrar nuestra idea es el caso de El Quijote, concebido a modo de parodia de los libros de caballería y revitalizado en el s.XIX, bajo el influjo del prisma romántico, como metáfora del poder de la imaginación, encarnada por el propio Quijote, frente a la realidad limitada del mundano Sancho.
Algo parecido sucede con Ana y los lobos, película fuertemente arraigada en la situación política que la vio nacer, y cuya importancia para la génesis de la obra es incuestionable, pero a la que el paso del tiempo ha dotado de una gama de significados más amplia, universalizada. Sin que esto implique que la interpretación se abandone al libre albedrío de los espectadores, hemos de reconocer que una vez que la obra se emancipa de su autor alcanza un grado de autonomía que propicia la relectura de sus significados, actualizándola.
Uno de los aspectos fundamentales para reivindicar la restitución del valor del film Ana y los lobos reside en su expuesto carácter polisémico. Frente a la tendencia al reduccionismo que nos lleva a interpretar la obra de Saura en clave exclusivamente política, hemos de sobreponernos y explorar aquellos elementos que perpetúan su vigencia, sin caer en el error negacionista de soslayar por reacción su carácter militante.

El comportamiento de la manada ante su presa
El reparto de la película se limita al personaje de Ana y a los miembros de la familia, que podríamos calificar como opuestos.
La personalidad de cada uno de los tres hermanos queda definida por completo de acuerdo con una única monomanía que determina su razón de ser y roles dentro de la casa. A su vez, la familia funciona como conjunto para cumplir con el objetivo de acabar con Ana, que encarna valores y costumbres fuera de lugar dentro de la férrea moral endogámica de los moradores del caserón, cuyos sentimientos podríamos identificar con conductas xenófobas. El rechazo de lo ajeno queda igualmente materializado en las sospechas que despiertan a la madre las criadas, a quienes acusa constantemente de robarle.
Para comprender el origen de las obsesiones de cada uno de los hermanos, Saura introduce un pasaje freudiano en el que la mamá de la familia muestra a Ana el contenido de tres cajas en las que guarda los recuerdos de la infancia de sus hijos.
Fernando, personaje ascético, cuya vida gira en torno a un estricto sentido de la religiosidad, renunció desde la infancia al placer, su costumbre de chuparse el dedo fue corregida por un siniestro dedil con púas. José, encargado de mantener el orden en la casa, es un hombre tajantemente autoritario, hecho cuyo origen podemos atribuir a la costumbre de sus padres de vestirlo como a una niña hasta que hizo la primera comunión. Por último, Juan, el único esposado de los tres hermanos, es un maniaco sexual que ya apuntaba maneras cuando niño corriendo tras sus primas.
Estos tres personajes se identifican con los pilares sobre los que se erige la dictadura franquista: la religión, la autoridad militar y la represión. Para su perpetuación es indispensable la unidad, hecho por el que la madre repite constantemente a sus hijos que han de permanecer unidos, y que desembocará en la aniquilación de Ana, ante el peligro de la desintegración que suponen los intereses enfrentados de los hermanos, que comparten el deseo de poseerla de acuerdo con la obsesión particular de cada uno de ellos. Está íntima relación entre los cimientos de la moral del régimen explica el hecho de que las tapas de las cajas que guardan los recuerdos de la infancia de los hermanos estén intercambiadas.
La relación que Ana entabla con cada uno de estos personajes sigue una trayectoria similar, que concluye en la decepción. El interés de José por Ana se limita a hacerla cargo de su museo militar, Juan desea acostarse con ella y Fernando quiere cortarle el pelo, rasgo que define la feminidad de Ana y lo aleja de sus fines espirituales. A través de las aspiraciones de los hermanos por hacerse con la extranjera, Saura escenifica la corrupción moral y las incongruencias del Franquismo. José se escuda tras un artificial autoritarismo como mecanismo de defensa ante la indefinición sexual a la que fue sometido cuando niño; la represión hace de Juan un personaje con una conducta sexual hiperbólica; y la renuncia al mundo material de Fernando es solo aparente, pues cuando Ana se da la vuelta no puede evitar robarle la comida y comportarse como un animal hambriento. El hecho de que Fernando pinte el interior de su cueva de blanco nos remite a la necesidad del personaje de mantener una apariencia de pureza, aunque el abandono del cuerpo sea artificial y vaya contra natura.
La madre, correlato del mismo Franco, velará por la unidad familiar, garantía de su perpetuación. Mientras, las niñas reproducen los patrones de comportamiento de los adultos de la casa y anticipan el trágico final de Ana, tanto en la conversación que se produce durante la cena en la que la abuela narra un sueño en el que fallecía y le preguntan si le cortaban el pelo, como de manera más evidente en el ultraje de su muñeca Dolly.
Un motivo recurrente en el discurso de la matriarca es el esplendor de la casa en el pasado, que compara con su actual situación de decadencia. Esta costumbre, unida a los fingidos ataques epilépticos y la necesidad de ayuda para desplazarse del personaje encarnado por Rafaela Aparicio, vienen a escenificar la agonía del régimen, que a pesar de su estadio decadente sigue en pie.
Por último, el personaje de Ana se identifica con la libertad que viene de fuera, quizá la democracia futura, que hace tambalearse el estricto orden sobre el que se sostienen las rutinas de la casa. Cabe resaltar la importancia de un objeto directamente conectado con el personaje de Ana, el pájaro de juguete que Fernando esconde tras una piedra y al que José aniquila de un disparo.
El carácter unidimensional y simplista de los personajes, así como su comportamiento previsible, responden al hecho de que nos encontramos ante una fábula, cuyo principal interés reside en su nivel de lectura simbólico, por lo que los personajes están dirigidos de acuerdo con este fin, siendo un mero pretexto para la puesta en escena de una mordaz sátira política encubierta. El propio título, Ana y los lobos, se identifica con este tipo de relato, así como su fingido desenlace.

El reino de los lobos
La acción de Ana y los lobos transcurre en su totalidad en el interior de la casa y alrededores a la que Ana acaba de llegar para hacerse cargo de la educación de tres niñas. El hecho de la limitación espacial potencia el clima claustrofóbico y de angustia que impregna la película de principio a fin y, a su vez, delimita el espacio del relato. Lo que Saura hará posteriormente de forma manifiesta en El amor brujo (1986) con el travelling de apertura, paseándonos por la tramoya hasta llevarnos al lugar demarcado para la acción, aparece aquí implícito en la llegada de Ana a través del campo para adentrarse en el caserón.
Si bien antes mencionamos la teatralidad de la interpretación, no hay que dejar de lado como la configuración espacial agudiza el efecto. La casa deviene en una especie de teatro, si no del mundo, de la España franquista bajo el mando de un severo matriarcado, que luchará por que sus hijos permanezcan unidos, hasta el punto de desencadenar los mecanismos necesarios para el exterminio de la amenaza exterior.
Podemos conectar, por tanto, el espacio de la acción en la película con la concepción trágica del gran teatro del mundo heredada del barroco. Profundizando en los antecedentes escenográficos de la obra, tanto por su ambiente castizo como por el oscuro régimen matriarcal que lo domina, salta a la vista la similitud con la tragedia lorquiana La casa de Bernarda Alba. Si bien la obra de Lorca orbita en torno a la represión de la mujer, el film de Saura encarna esta reivindicación en la figura de Luchy, la esposa de Juan, cuyo lugar en la casa es poco más que el de un mueble, como argumenta el propio personaje al borde del suicidio.
Existe una clara identificación de los personajes con las distintas estancias de la casa. El anacoreta, Fernando, pasa la mayor de su tiempo recluido en la cueva desde la que ha decidido renunciar a la vida material en su búsqueda de Dios. José, hombre autoritario que se autodefine como el pater familias, se identifica con el museo de uniformes y armas militares. Y, por último, Juan, el padre de las niñas, es propicio a deambular por espacios nocturnos y dormitorios, que aluden de forma clara a su obsesión por el sexo. A su vez, la madre gobierna todas las estancias y habitantes de la casa de acuerdo con el fin de mantener la cohesión. Muestra clara de su poder es la procesión que organiza hasta la cueva de Fernando, acompañada por toda la familia, para obligarlo a comer contra su voluntad. En esta escena la vemos lanzar órdenes que los distintos miembros de la familia asumen sin cuestionar y ejecutan de forma automática.
Si consideramos la casa como conjunto, destaca el aislamiento de su situación espacial, rodeada en una primera franja por tierra seca, casi desértica, y más allá de esta por la maleza, entre la que Ana se abre paso en su llegada. Esta disposición no es ni mucho menos casual, sino que se trata de una clara referencia a la autarquía y aislamiento al que España fue sometida durante el Franquismo.

Fisonomía de la especie
La película, desde un punto de vista formal, se pone al servicio de los fines simbólicos expuestos, al igual que el resto de elementos presentes en su configuración convergen de acuerdo con el mismo objetivo.
Carlos Saura opta por una realización sobria, que desea pasar inadvertida. La oscuridad del interior de la casa contrasta con la luminosidad del campo, en el que se producen las ensoñaciones de Fernando, que nos traen a la memoria la puesta en escena onírica de determinados films de Fellini como 8 1 /2, tamizados aquí por el filtro de la siniestra y decadente realidad de la casa de Ana y los lobos. Del mismo modo, encontramos estilemas y recursos argumentales que conectan con la figura de Luis Buñuel. Es evidente la analogía del aislamiento de la familia protagonista de la película de Saura con El ángel exterminador, así como el retrato de la miseria de la burguesía, anclada en nuestro caso en la dictadura del general Franco.
Así como la planificación responde a los cánones del clasicismo cinematográfico, la temporalidad de los acontecimientos transcurre siguiendo un orden lineal cronológico.
La presencia de la música es escasa. Se limita a la apertura y cierre del film y a una serie de leitmotivs que se asignan a los personajes de acuerdo con su caracterización psicológica.
En definitiva, todos los elementos formales de la película obedecen a la voluntad de pasar desapercibidos, de modo que la atención del espectador se centre en su contenido y pueda extraer con facilidad la moraleja de la fábula sobre la que Ana y los lobos se erige.