domingo, 14 de junio de 2009

Cap. 8: Historias mínimas. De los retos cotidianos (Carlos Sorín, 2002)

Argentina-España, 2002. Director: Carlos Sorín. Guión: Carlos Solarz y Carlos Sorín. Fotografía: Hugo Colace. Música: Nicolás Sorín. Interpretación: Javier Lombardo, Antonio Benedictis, Javiera Bravo y Francis Sandoval.

Dar luz a lo invisible
Si aceptamos en consciencia que el compromiso esencial de la labor crítica no es otro sino la restitución del valor y sentido que una obra específica, -ubicada en un espacio-tiempo determinado-, posee para el discurrir universal del medio cinematográfico, se nos impone como punto de partida ineludible la aproximación al contexto y las motivaciones que posibilitaron la existencia del relato fruto de nuestro interés.
El deber referido impera con mayor fuerza si cabe en casos como el de Historias mínimas, película nacida en el marco de aquello que desde el llamado Primer Mundo denominamos “cinematografías periféricas”, al margen de la dominante, y maniquea, división entre modelo estadounidense y europeo.
Ahora bien, la conexión lingüística presente entre España y América Latina sitúa en una posición de ventaja relativa a las producciones procedentes de este entorno con respecto de otros territorios, cuya invisibilidad en el ámbito europeo es prácticamente absoluta. Nos sirve como ejemplo para ilustrar la idea el nombre de cualquier país africano.
Sin embargo, la pequeña fracción de los productos culturales venidos de argentina que han logrado importarse con éxito al mercado europeo responde a un rígido cliché circunscrito al ámbito de Buenos Aires y las peripecias de la clase media porteña. No queriendo desmerecer con ello la literatura de Borges y Cortázar, cintas como El hijo de la novia, Luna de Avellaneda o Nueve reinas; ni los tangos de Enrique Santos-Discépolo que cantaba Gardel.
El filme Historias mínimas se desmarca del contexto descrito con el fin de visibilizar el entorno, las costumbres y las gentes de la Patagonia austral. Este desvío de la norma establecida dota de un especial valor a la obra del cineasta Carlos Sorín, capaz de contribuir a que desde fuera de Argentina se conforme una imagen más cercana a la pluralidad y riqueza cultural del país latinoamericano. Así, bajo la apariencia de relato amable y cotidiano de la película de Sorín se esconde un claro trasfondo reivindicativo, que busca derrocar estereotipos simplistas llevando hasta las pantallas europeas realidades cuya representación es sistemáticamente excluida. La acción del director de Buenos Aires adquiere una importancia capital en el discurrir del presente, colonizado por la tiranía de la imagen, donde lo que no se ve no existe.
La idea que dio origen a Historias mínimas nace de la experiencia profesional, y personal, de Carlos Sorín. El realizador se dedicaba principalmente a trabajos de carácter publicitario, así que de acuerdo con esta línea de producción recibió el encargo de llevar a cabo un anuncio de teléfonos. El comercial transcurría en un pequeño pueblo de la Patagonia al que llegaba por primera vez la telefonía. Tras numerosos castings a lo largo y ancho de Argentina, al llegar a la localización elegida para el rodaje la emoción de sus habitantes fue tal que Sorín se deshizo del reparto de actores para convertir en protagonistas a los que allí vivían. La interpretación genuina y la credibilidad imprimida al anuncio conmovieron al director de cine de tal modo que decidió emprender el proyecto de Historias mínimas, contando con los habitantes de la región como protagonistas y la Patagonia como escenario.
El éxito de Historias mínimas no constituye un hito aislado, sino que se ubica dentro del “boom del cine argentino”, acontecido a mediados de los años 90. Hasta que a principio de la década de los 80 fuera derrocada la dictadura, la presión de la censura asfixiaba a la creación cinematográfica, limitada por la fuerza a la producción de comedias de corte escapista. La reacción inmediata fue de notar. Así, entraron en juego reconocidos cineastas como Adolfo Aristarain, Alejandro Agresti o María Luisa Bemberg. Ya en los 90, se produce un viraje hacia temáticas ancladas en el ámbito de la cotidianidad y el realismo. Esta renovación converge con la fundación de múltiples escuelas de cine en Buenos Aires, la reaparición del Festival de Mar del Plata, el nacimiento de revistas especializadas y otros factores que abonaron el terreno de origen del “Nuevo Cine Argentino”.
La generación de jóvenes cineastas se definía por su heterogeneidad estética, combinada con una perceptible mejora en la pericia técnica y una puesta en escena centrada en situaciones reconocibles del devenir cotidiano. Como documento inaugural podemos citar el filme, compuesto por varios cortometrajes, Historias breves, estrenado en 1995.
Una de las consecuencias de este “boom”, fue el arrojo de la industria en la financiación de obras de alto presupuesto a cargo de reconocidos directores como Campanella o Sorín, que gozaron de un notable éxito en el mercado extranjero.
Así, la carrera de Sorín discurre entre la realización publicitaria y el campo cinematográfico, donde ha realizado títulos como La película del rey (1986), El perro (2004) o El camino de San Diego (2006), entre los que destaca la galardonada Historias mínimas, realizada por Sorín tras 12 años entregado al mundo de la publicidad.
Historias mínimas fue ganadora en España del Goya a la Mejor Película Extranjera de Habla Hispana en 2003 y del Premio Especial del Jurado en el Festival de San Sebastián de 2002, fenómeno que ilustra la trascendencia del filme en la escena internacional.

Las gentes de la Patagonia
Carlos Sorín plasma en Historias mínimas tres relatos con una trayectoria argumental análoga. Una joven y modesta madre, un anciano y un viajante, habitantes de la localidad argentina de Fitz Roy, cuentan con la meta compartida de llegar hasta San Julián. Tanto las motivaciones como el trayecto de cada cual siguen en apariencia un transcurso independiente. Sin embargo, los personajes confluyen con más o menos fuerza en distintos episodios de su viaje. Estos encuentros apuntan, más allá de artimañas narrativas para encauzar la evolución del filme o la mera casuística, hacia la naturaleza común de los estímulos que llevan al trío de protagonistas a realizar un paréntesis en el transcurso de su vida cotidiana.
El episodio de María Flores, la joven mamá, sirve como apertura y cierre a la película de Sorín, a pesar de ser el relato al que se dedica un tiempo menor en el desarrollo narrativo del texto fílmico. De este modo, las peripecias del anciano Don Justo Benedictis en busca del perro Malacara y los desmanes de la tarta que Roberto, el vendedor itinerante, ha encargado para René se instituyen como los capítulos más significativos de Historias mínimas.
El desencadenante de la partida de María hacia San Julián no es otro sino su participación en el concurso televisivo Casino Multicolor. El espectador se sitúa ante la paradoja de la euforia de la concursante por haber sido seleccionada en el show, tras enviar cartas a varios programas de televisión, y su situación precaria, pues María Flores vive con su bebé en una estación abandonada donde ni si quiera llega el suministro eléctrico. La situación deviene un tanto más absurda cuando conocemos que el premio fruto de la ilusión del personaje es una multiprocesadora, a la que no podrá dar uso. María resulta ser la ganadora de Casino Multicolor, sin embargo, otra de las participantes conseguirá persuadirla para realizar el siguiente trueque: el robot de cocina a cambio de un set de maquillaje y 30 pesos, que le permitirán pasar una noche de hotel con su hija.
Salta a la vista el contraste entre la candidez e inocencia de María y la frivolidad del mundo de la televisión. Así, cuando se dispone a solicitar su premio con urgencia, ya que debe partir a la mañana siguiente hacia Fitz Roy, nadie le presta la menor atención, limitándose los trabajadores del Canal 12 de San Julián a derivar la responsabilidad en terceras personas. En este sentido, destaca el retrato de la participación de la joven mamá en el concurso como una experiencia casi mística. María, absorta y sonriente, mira fijamente al objetivo de la cámara que la enfoca, cuyas lentes vemos desplazarse con suavidad acompañadas del énfasis aportado por la banda sonora, que hace acto de presencia en la escena, -hecho a destacar teniendo en cuenta las contadas ocasiones en que la música figura a lo largo del filme.
El reflejo satírico del universo televisivo funciona a modo de leitmotiv en Historias mínimas. Cuando Don Justo se encuentra en el centro médico, podemos ver en el receptor de la consulta una escena de televenta realizada con claros fines paródicos, en la que una “psicóloga” elogia las virtudes de la cinta andadora anunciada. Igualmente, en una de las pastelerías en las que Roberto hace parada a lo largo de su ruta, hallamos a la panadera ensimismada con un desmedido culebrón. El culmen de este recorrido lo constituye la incursión de María Flores en Casino Multicolor, momento en el que se produce un vuelco en la perspectiva del espectador, que pasa de asistir a la representación exterior del espectáculo mediático a conocer la trivialidad de las entrañas del ambiente televisivo. En resumen, Carlos Sorín pretende trasladar desde un prisma caricaturesco la realidad de un medio omnipresente en la cotidianidad de sus personajes, que proyectan e identifican sus aspiraciones y experiencias más íntimas en él, tal y como le sucede a Roberto al evocar el recuerdo de la ruptura de su matrimonio gracias a la referida telenovela.
Don Justo abandona Fitz Roy con el fin de dar con su perro Malacara, que no se perdió sino que se fue. Según piensa el viejo, a causa del enfado que provocó en él su mala conducta, pues Justo Benedictis dejó abandonado en la calzada el cuerpo de un hombre al que había atropellado. La personificación del perro, -ya sea su enfado una ocurrencia de Justo, ya sea real-, acerca, aunque de forma leve y sugerida, el filme Historias mínimas al universo literario, típicamente latinoamericano, del realismo mágico. Así, podríamos realizar una lectura global de la película de acuerdo con las claves de este tipo de creación novelesca: Historias mínimas como un ejercicio de descenso a la cotidianidad y el mundo íntimo de los protagonistas, elaborado desde una óptica poco habitual, que busca resaltar el encanto y la singularidad de todo aquello que inunda nuestro alrededor y la costumbre nos ha cegado para ver.
No hemos de caer en el equívoco de pensar que los tres episodios referidos discurren de forma independiente, pues Carlos Sorín narra en paralelo las peripecias de María, Justo y Roberto. La interrelación entre los distintos personajes se sustenta, más allá de su lugar de residencia común, en los encuentros que se producen a lo largo del viaje que cada uno de ellos emprende, llegando a interactuar de manera significativa.
Historias mínimas responde de un modo muy particular al patrón cinematográfico de las road movies, fenómeno que cuenta con su repercusión lógica tanto en lo que se refiere al contenido de la historia como a su configuración formal. Una de las consecuencias fundamentales, y más llamativas, reside en el especial protagonismo que el paisaje ostenta a lo largo de toda la película. Así, Sorín brinda al espectador la aventura de recorrer los solitarios y desérticos horizontes de la Patagonia.
Ahora bien, Historias mínimas no es ni mucho menos una reproducción mecánica de los clichés de género y estilemas que caracterizan y definen la idea estereotipada que podamos poseer a cerca de lo qué es una road movie. El cineasta de Buenos Aires se apropia del género a través del proceso de desnaturalización que efectúa extrayéndolo de su medio habitual, la inmensidad de las rutas estadounidenses, para así “argentinizarlo”.
Quizá, Historias mínimas sirva como ejemplo de una de las múltiples formas en que el fenómeno de la globalización afecta a las prácticas culturales, hecho que por otra parte resulta esperanzador. En lugar de producirse una deglución pasiva y mecánica de las pautas impuestas desde los territorios dominantes, asistimos a un proceso de relectura de la producción de las industrias culturales realizado desde el ámbito local. De este modo, Carlos Sorín se apropia del cliché y lo personaliza para adaptarlo a las exigencias de su medio, convirtiéndolo en válido para la narración y puesta en escena de historias y personajes profundamente arraigados en la idiosincrasia argentina.
Este proceder sirve a las culturas periféricas para su adaptación al hostil entorno global, dando consecución al fin de visibilizarse y sobrevivir a través de sus relatos, de modo que asistimos a un trasvase del depósito de la memoria colectiva de los relatos orales y la literatura a la perpetuación a través de los distintos discursos que hoy día colonizan la pantallasfera hipermoderna –como Lipovetsky califica la actual profusión mediática- que nos ha tocado vivir.
Tejer historias pequeñas
La realización de Historias mínimas se encuentra fuertemente determinada por la concepción previa de su autor. El fin de perseguir la cercanía al mundo cotidiano de los patagones convierte en protagonistas de la película a dos polos que podríamos considerar en principio opuestos. De este modo, la inmensidad del paisaje queda definida por oposición al cariz cotidiano de las historias protagonizadas por María, Roberto y Justo.
El resultado de la idea de origen no es otro sino una película de viajes, género en el que anteriormente Carlos Sorín había realizado incursiones con títulos como La película del rey, protagonizada por actores no profesionales. La opción de trabajar con un reparto amateur tuvo su lógica repercusión en el rodaje.
Sorín decidió abaratar los gastos del soporte de grabación decantándose por el formato Súper 16. Esta iniciativa le permitiría rodar una copiosa cantidad de material, imprescindible a causa de la inexperiencia del elenco.
El método actoral expuesto se halla en clara consonancia con las premisas neorrealistas, así como la búsqueda del cineasta de una superposición de ficción y documental. Tales aspiraciones llevaron al director a la creación de personajes íntimamente ligados a la realidad de sus intérpretes y a la reescritura del guión durante la filmación.
El retrato sublime de la Patagonia recogido en Historias mínimas se aproxima a la plástica pictórica de autores románticos como Friedrich, cuya obra refleja el contraste de naturalezas grandiosas frente a seres humanos empequeñecidos por la magnitud de la misma. El trasunto cinematográfico del concepto deriva en una película sembrada de primeros planos, que hablan al espectador de la interioridad de los personajes, a los que se opone la profusión de panorámicas de las rutas de la Patagonia.
La sobriedad de la realización afecta al plano sonoro de Historias mínimas, poblado de diálogos intimistas y, a su vez, carente por norma de acompañamiento musical, salvo en determinados momentos clave como la apertura y cierre del filme u otras escenas destacadas por su componente emocional. Nos sirven como ejemplo la ya relatada participación de María en el concurso de televisión o la cena que los obreros de Puerto San Julián ofrecen a Don Justo.
A pesar de las distancias evidentes, no son pocos los elementos de la road movie de Sorín que conectan con la película de David Lynch Una historia verdadera (1999). El principal vínculo que podemos aducir es la similitud entre la travesía de Don Justo y la aventura a bordo del cortacésped que protagoniza Alvin Straight. Este fenómeno reitera la hipótesis expuesta de la reelaboración de modelos narrativos importados desde las potencias imperantes en pro de dar cabida a las narraciones locales.
En resumen, a través de la configuración formal expuesta Carlos Sorín construye tres relatos con una trayectoria compartida, similar al patrón que Propp extrae de los cuentos populares rusos. María, Justo y Roberto emprenden un viaje iniciático que desvela al espectador su esencia personal, tomando como motivación para ello causas de apariencia intrascendente arraigadas en la más rutinaria cotidianidad, pero capaces de constituir un reto para los protagonistas y, por tanto, engrandecidas.
Carlos Sorín nos muestra que, a pesar del fracaso aparente en la consecución de las metas que llevan a la acción a los personajes de Historias mínimas, el encanto reside en el camino, y la contribución de la experiencia a nuestro bagaje personal. En definitiva, la obra que nos ocupa se erige como una parábola local con lecturas de utilidad y potencia universales.